Enrique Soto León Velarde

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Hace algunas décadas (para decirlo suavemente), estudiante de derecho aún, una tarde que viajaba en el nostálgico bus amarillo de Vallecito (“la 6”, le decíamos) en dirección a Umacollo, pegado a la ventana izquierda cuando obscurecía y los postes de luz ya estaban encendidos, pude ver muy sorprendido bajando a pie por la avenida San Martín a Enrique Soto León Velarde, leyendo un libro sin dejar de caminar, con esa pasión que sólo conocen los lectores convulsos y obsesos como él.

enrique soto

Y seguí pensando en él (a medida que la 6 me acercaba a Umacollo) con su inolvidable imagen en mi torpe cabeza: acercándose un poco, casi con pudor, a cada caritativo poste de luz que lo ayudaba a mejor leer, con el libro abierto en una mano y el maletín de abogado en la otra. Teniendo en cuenta que era la primera vez en mi vida que veía leer a un ser humano en esas condiciones difíciles y francamente peligrosas, debo agradecerle, entre otra cosas, el haberme inoculado esa obsesión porque yo también, gracias a él, he puesto varias veces en peligro mi vida por leer caminando al estilo Soto León Velarde. Y no siempre he salido bien librado de esa temeraria vicisitud. Obviamente, el culto y elocuentísimo maestro dominaba mucho mejor esa técnica de lectura que este pobre pechito.

Aunque ya me habían hablado con inocultable asombro de él, lo conocí físicamente cuando estaba en primero de Derecho, en la Corte Superior de Justicia; una infaltable solariega tarde cuya adormecedora calidez bañaba la calle San Francisco, donde quedaba la Corte en ese entonces. Y donde Roque Pastor Murillo, mi promo más cercano y querido en la Facultad, y el suscrito; acudíamos sin vergüenza y con el supino morbo propio de la edad, a escuchar audiencias sobre asuntos de “honor sexual”, que de lejos eran nuestras preferidas.

Enrique Soto defendía esa tarde un asunto penal con grabadora en ristre, con ese dominio de la escena y de la palabra; con ese sabor y ese gusto contagiante que lo hizo tan respetado, admirado y temido con evidente razón, si fuera necesario decirlo. Y aunque no era un asunto de la naturaleza jurídica de nuestra preferencia, Roque y yo nos hicimos fans de él para siempre.

Después lo volví a encontrar físicamente, ya en la senectud, en el cultural peruano norteamericano; Willard DÍaz, Jaime Coaguila y el suscrito discutíamos con calor, por no decir acaloradamente, sobre derecho y literatura. Enrique Soto levantó la mano para intervenir maravillosamente como la modestia de un auditor más, no solo con la poderosa capacidad persuasiva y el dominio del tema que lo caracterizaba; sino con un orden perfecto y una claridad expositiva que no supe apreciar en mi desconcertada adolescencia. Yo escuchaba emocionado e injustificadamente orgulloso su discurso, persuadido de que con los largos años no había perdido nada y había ganado mucho.

Me avisan que ha muerto. Y yo me atrevo a decir que seres como el no mueren ni pueden morir porque no dejan de proyectar una sombra infinita. Y por eso estoy seguro que, parafraseando al tío Jorge Luis, ha entrado en la muerte como quien entra en una fiesta.

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