En el XII Concurso Literario “El Búho”, cuatro trabajos resultaron finalistas, de acuerdo a la calificación del Jurado Calificador. Éste estuvo compuesto por los escritores Marco Avilés, Willard Díaz y la gestora cultural Ángela Delgado Valdivia.
Uno de ellos fue el titulado “No en vano se sube a la cumbre de un volcán”, enviado bajo el seudónimo de Natalio Ruiz. Develadas las identidades de los finalistas del concurso literario, resultó ser de la autoría de un periodista que ejerce el oficio largos años en Arequipa.
El reconocimiento de ser finalista en un concurso literario de nivel nacional se suma a una larga lista de reconocimientos que ya tiene en su haber como cronista.
Sobre el autor de la crónica finalista
El finalista del Concurso Literario Jorge Turpo Rivas es periodista de larga trayectoria. Ha publicado en las revistas Etiqueta Negra, Anfibia y PlumaDganso. Fue finalista del Premio Internacional Las Nuevas Plumas. Es autor de los libros El viejo hotel de Fujimori y otras crónicas, Ocho son suficientes y Mr. Manan.
Estudió periodismo en la Universidad Católica de Santa María. Ha sido redactor de diarios desaparecidos como “Arequipa al Día” y de vigentes como “Correo”, “El Pueblo” y “La República”. Dirigió el semanario “Vistaprevia” y la edición regional de RPP. Desde su blog Nervio Óptico “mantiene viva su llama interna del periodismo”.
Crónica finalista en el XII Concurso Literario: “No en vano se sube a la cumbre de un volcán”
A media mañana, como quien termina una competencia de pista, Juan Carlos Abiega Choque, llegó a la cumbre del Misti corriendo y sonriente. A las seis partió de la Plaza de Armas de Arequipa y cuatro horas después ya estaba en la cima. Este superatleta de 25 años vive corriendo. Trabaja haciendo delivery en las calles de la ciudad que ahora tiene a sus pies.
Sonríe porque a diferencia del año pasado, cuando quedó segundo, esta vez fue el ganador absoluto y nuevo récord de la competencia del Club de Andinismo de Arequipa. Se sienta a descansar y se pone su casaca térmica para no sentir el golpe de frío por el viento helado a los 5 mil 822 metros de la cúspide.
Pero esta no sólo es la historia de Abiega Choque, el superatleta, es también la de un periodista que escaló por primera vez el volcán, a los cuarenta y cinco años, superando todas las posibilidades de polvo, piedras, rocas y toneladas de sufrimiento.
A diferencia del superatleta, nosotros partimos el día anterior, también a las seis de la mañana, pero con la consigna de ir caminando, como lo hacen los humanos. No corriendo, como lo hace Abiega Choque.
El Misti tiene tres rutas, digamos establecidas: La que va por Chiguata, un distrito rural del lado derecho del volcán. La de Aguada Blanca, la represa ubicada al pie izquierdo del Misti. Y la frontal, que parte desde los confines de la ciudad en el distrito de Alto Selva Alegre.
Las dos primeras tienen menos dificultad, te permiten coronar la cumbre y descender el mismo día. La ruta frontal, en cambio, es la más dura y riesgosa. Por ahí fue la competencia.
Tras cinco horas de caminata llegas al campamento de Nido de Águilas donde se arman las carpas e intentas descansar para partir a la cumbre al día siguiente muy temprano. Descansar es un decir, el viento y el frío te perturban el sueño, se entumecen los músculos, se congela el aliento y, en la soledad de la carpa, sólo piensas en los pecados que debes estar pagando.
Como subí con los jueces de la competencia, no hubo mucho tiempo para intentar descansar. A la una de la madrugada del domingo partimos a la cumbre sólo con lo necesario: linterna, frutos secos, un par de caramelos y agua. Bendita agua. Nunca sientes tanta necesidad y cuidado por ella que ascendiendo a un volcán. Es como el tesoro líquido del que depende tu vida. Decidí llevar un litro y medio de agua y otro litro y medio de chicha de güiñapo, bebida estelar de las picanterías. El razonamiento es sencillo: cuando los chacareros trabajan la tierra la toman para recuperar la fuerza. Usarla para subir al Misti es puro sentido común.
Como a los cuatro mil metros de altura el agua se congeló y se hizo escarche. La chicha, por una razón que no busco comprender, permaneció helada, pero bebible. Y me salvó.
Como a los cuatro mil quinientos metros de altura, el frío era tan intenso que perdí la sensibilidad en las falanges de tres dedos de la mano izquierda. Detenerse, sacarse los guantes, frotar y frotar para recuperar la circulación de la sangre. Y continuar la marcha.
Como a los cuatro mil ochocientos metros de altura, cada paso es una agonía.
Su majestad, El Misti, te hace sentir su rudeza. En sus dominios no hay posibilidad para el engaño. Te muestra su lado menos fotogénico. El camino hacia la cima no tiene nada que ver con las fotos de las postales que muestran un cono casi celeste, tan amable como atractivo. Cuando estás escalando todo es opaco, gris y negro. Así debe ser alguna parte del infierno. Las erupciones pulverizaron las rocas y las dejaron en cenizas y residuos amenazantes. Después de escalar el Misti no puedes volver a ver una piedra de la misma manera.
El Misti destruirá Arequipa. «No en vano se nace al pie de un volcán», será una frase de humor negro involuntario. Mientras nos alcance la vida, había que escalarlo frontalmente.
Siempre inspiró temor y respeto. Su última erupción –dice la vulcanóloga Luisa Macedo– ocurrió hace unos quinientos años, en los tiempos del Inca Pachacútec. Y los Incas le ofrendaron vidas para aplacar su furia. En 1998, un equipo de arqueólogos de la Universidad Católica de Santa María, halló ocho restos de niños sacrificados en la cima del volcán.
En 1900, el obispo Manuel Segundo Ballón, hizo colocar una cruz de rieles en la cumbre. El Papa había pedido consagrar el nuevo siglo a Cristo Redentor y el obispo decidió hacerlo a esa altura. Subieron la enorme cruz con la ayuda de treinta mulas. Hoy luce oxidada y carcomida, pero se mantiene en pie. Tomarse una foto con su fondo es la prueba de que tocaste el cielo de Arequipa con los dedos.
Como a los tres mil ochocientos metros de altura, te das cuenta de que la ruta frontal no es para aficionados. Tiene zonas rocosas y empinadas de alto riesgo. Debes hacer escalada en roca, subir gateando o saltando como un gato. No todos lo logran.
⸺Hasta aquí llegué ⸺le dije a Erick Buendía, juez de competencia y mi guía en el ascenso.
⸺Tú puedes, ya estamos cerca ⸺trató de darme ánimo.
Mi temor era que mis piernas, adoloridas e hinchadas, no respondan para el impulso y caiga pesadamente sobre las rocas. Mi tragedia no podía malograr la competencia.
Cuando Buendía vio en mis ojos que no podía lograrlo solo, me extendió su bastón de aluminio y de un jalón me ayudó a superar el obstáculo. Metros más arriba me arrepentiría de haber seguido, pero ya era tarde. Rendirse no era una opción.
Como a los cuatro mil ochocientos metros de altura, volví a hablar con Buendía.
⸺Avanza tu solo, yo te seguiré poco a poco ⸺le dije.
⸺¿Estás seguro? ⸺preguntó.
⸺Sí, sigue, tú tienes que estar en la cumbre para esperar a los competidores.
⸺Ya falta poco ⸺me dijo antes de darme las indicaciones finales⸺. Sigues hasta llegar a una especie de poste o antena, es el sismógrafo del IGP (Instituto Geofísico del Perú), pasas y por fin verás la cruz, eso será todo. Nos vemos arriba.
Lo miré fijamente, tomé un sorbo de chicha de guiñapo y seguí. Dos horas después llegué al sismógrafo del IGP. En esa parte de la ruta das un paso y retrocedes dos por lo arenoso del terreno. Debes parar cada diez o doce pasos y recuperar la respiración. Si te coge el mal de altura estás perdido, tendrás que regresar. Zumbido de oído, latidos agitados, dolor de cabeza y palpitación en las venas del cuello son algunos síntomas. Felizmente no sentí ninguno.
Con la antena del IGP ante mis ojos, levanté la cabeza hacia el firmamento y, al fondo, a unos quinientos metros, por fin la cruz del Misti. Lloras al ver tan cerca la meta y sigues caminando. Parece un tramo corto, pero es una de las partes más pesadas. Tardarás al menos una hora para llegar a la cumbre y volverás a llorar de la emoción o por el cansancio o porque todo el sufrimiento terminó o quizás por el orgullo de haberlo logrado y jurarás, por todos los apus, que jamás volverás a intentarlo. Han pasado veinte horas de escalada.
Abiega Choque, el superatleta, lo hará en menos de cuatro y llegará con short mostrando sus piernas que son como dos locomotoras. Me dirá que su secreto estuvo en mantener la paciencia. «Si te desesperas, te ahogas», dijo. También me contará que le gusta el atletismo, pero no encuentra apoyo en ninguna parte. Que el alcalde provincial le prometió un par de zapatillas, pero nunca cumplió. El superatleta seguirá buscando trabajos temporales en obras de construcción, haciendo delivery o lo que encuentre a la carrera.
El periodista descenderá con un tendón lesionado y descansará tres días con sus mañanas, tardes y noches. Mirar el volcán desde la ciudad, tan fotogénico, tan guapo con su manto de nieve de agosto, será una tortura. Le recordará las toneladas de sufrimiento y volverá a jurar, por todos los apus, que nunca más subirá al Misti. Al menos por esa ruta.
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