“Ladrón de Bicicletas” no es una película socialista (aunque quizá debiera serlo)

"La lenta y pesarosa marcha posterior por una ciudad irreconocible corona ese instante y nos deja sintiendo en carne viva la humillación y la soledad de un pobre desgraciado cuyo hijo ha tenido que contemplar su degradación"

- Publicidad -

“Ladri di Biciclette” (Ladrón de Bicicletas, Vittorio de Sica, 1948) es quizá la película neorrealista por excelencia. Es, además, un retrato angustiante de la Italia de posguerra, una inteligente parábola acerca de las relaciones entre padres e hijos y, para quienes crecimos en los ambientes sanmarquinos de principios de los noventa, el pretexto perfecto para la visita obligatoria a la Filmoteca (porque nos lo dejaban como tarea).

Después de todo lo que se ha dicho y escrito sobre esta película, muy poco hay ya que se pueda añadir. Me interesa mucho el contraste entre el posicionamiento político de Vittorio de Sica y el guionista Cesare Zavatinni (ambos comunistas) y la puesta en escena que poco o nada tiene que ver con el comunismo (aunque un sector de la crítica, en su momento, insistió tozudamente en ello).

El miserable Ricci, que sale de las sombras para hacerse de un trabajo, recorre su odisea personal por calles y suburbios desagradables y que termina hundido nuevamente en esa grisura citadina que es su salvación y su maldición, no es un héroe de vanguardia. Ricci no es el digno trabajador, víctima de una sociedad burguesa, no es el sufrido obrero que encara con valor las injusticias, es sólo un hombre (“io sono un uomo ferito” escribió Ungaretti alguna vez) con sus dudas, sus obsesiones, sus temores y sus fatales desaciertos. Es más un héroe chaplinesco que un héroe a la medida de un obrero de Eisenstein, por ejemplo. Incluso, para alejarse más de la propuesta ideológica, de Sica nos juega bromas hitchcockianas como en toda la secuencia de la visita a la adivinadora, donde parece claro que la bicicleta será robada y eso nos mantiene en vilo… pero al final de la secuencia ahí está la bicicleta, incólume… para ser robada unos minutos después.

Tal vez más atractivo y más profundo (¿más freudiano?) sea el episodio de la búsqueda de la bicicleta robada que emprenden padre e hijo y que concluye con un encuentro de uno con el otro. Ricci, presa de preocupación, piensa que su hijo ha resbalado por un acantilado, grita su nombre desesperado y lo encuentra poco después, al pie del puente. Loco de contento, le dice que olvide la bicicleta, que lo mejor será que celebren en una trattoria y le promete que, incluso, le permitirá beber un poco de vino. La felicidad les dura poco porque la perentoriedad de la bicicleta (es decir, del trabajo) es insoslayable. El momento (uno de los más duros de la historia del cine) en que el pequeño Bruno reconoce a su padre ocurre al final, entre los gritos y las maldiciones de las personas que han atrapado a Ricci. La lenta y pesarosa marcha posterior por una ciudad irreconocible corona ese instante y nos deja sintiendo en carne viva la humillación y la soledad de un pobre desgraciado cuyo hijo ha tenido que contemplar su degradación.

P.D.: Quizá el momento más reaccionario de toda la película sucede cuando Ricci, en mono y armado con su tarro de engrudo, debe pegar por toda la ciudad gigantescas fotografías de… ¡Rita Hayworth!

Síguenos también en nuestras redes sociales: 

Búscanos en FacebookTwitterInstagram y además en YouTube

Autor

Suscríbete a La Portada

Recomendación: Antes de iniciar la suscripción te invitamos a añadir a tu lista de contactos el correo electrónico [email protected], para garantizar que el mensaje de confirmación de registro no se envíe a la carpeta de correo no deseado o spam.
- Publicidad -

Artículos relacionados

Últimas noticias