Janis por siempre

Como Lester Bangs opinaba también, el rock murió en 1968. Quizá el último festival auténtico fue el de Monterey. Las garras de la industria discográfica (y de la industria en general) no iban a desaprovechar ese rentabilísimo filón que se les abrió de pronto y que tantas perspectivas económicas ofrecía

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Janis por siempre

Mi primera lectura de este año ha sido esta magnífica biografía de Janis Joplin escrita por Alice Echols entre 1993 y 1998 y publicada en 1999. La edición en castellano la publicó Circe en 2001. No se trata solamente de un recuento de la atormentada vida de Janis sino también de un penetrante estudio sociológico de la Norteamérica de los años sesenta y una muy interesante aproximación a los primeros años del feminismo y de la identidad de género en San Francisco. Echols derriba algunos mitos que se han tejido inveteradamente en el imaginario colectivo. Destaco tres:

1. Janis no fue una víctima. O por lo menos no fue la víctima que ella dijo ser. Echols demuestra con documentos y declaraciones de primera mano que Janis fue una niña muy querida en su primera infancia. Además, fue brillante. Su talento e inteligencia le valieron una promoción de grado al que pocos podían acceder. Es verdad que en su adolescencia afloraron miedos e inseguridades que tensaron su situación familiar al punto de tener que abandonar Port Arthur, pero de niña fue muy competitiva y precisamente ese espíritu de competitividad fue cultivado en ella por su madre, la persona con quien vivió (después) los mayores conflictos de su vida.

2. El Verano del Amor no fue el epítome del hippismo. En realidad, para 1967 ya el hippismo estaba en franco declive y el Verano del Amor (un evento muy bien aprovechado por el capitalismo) fue la estocada final de ese movimiento.

Casi todos los jóvenes melenudos vestidos de flores que poblaron Haight Ashbury aquel agosto de 1967 no tenían muy claro el concepto de hippie, pero sí estaban muy bien proveídos de flores, plumas, marihuana y lemas ad hoc para responder a quien osara cuestionarlos. Y casi todos tenían en sus labios la horrenda canción de Scott Mckenzie para inspirarse. Para afirmar esto, Echols se basa en su propia experiencia. Pero también en largas entrevistas que le hizo a personas que vivieron desde antes de 1965 inmersas en la subcultura de San Francisco. Todas ellas se sintieron invadidas en 1967 por hordas de jovencitos a quienes no habían visto nunca.

3. Como Lester Bangs opinaba también, el rock murió en 1968. Quizá el último festival auténtico fue el de Monterey. Las garras de la industria discográfica (y de la industria en general) no iban a desaprovechar ese rentabilísimo filón que se les abrió de pronto y que tantas perspectivas económicas ofrecía. Para 1969 ya el negocio estaba hecho. Woodstock demostró a los empresarios que el futuro del rock estaba en los megaconciertos en estadios con superestrellas que los jóvenes idolatrasen y a quienes les comprarían lo que ellos quisieran venderles. Las puestas en escena de Led Zeppelin o de Rolling Stones en los setenta contrastan significativamente con los recitales casi íntimos que se hicieron en Fillmore o Winterland en los sesenta.

La obra de Echols empieza por describirnos el infierno que fue Port Arthur, la ciudad natal de Janis, en Texas. Port Arthur, una ciudad petrolera perteneciente al “Triángulo dorado”. Era a fines de los cincuenta una de esas tantas ciudades texanas famosas por su puritanismo y su segregacionismo.

De allí escapó Janis, primero a Austin (es muy interesante el análisis que hace la autora sobre la importancia de esta ciudad universitaria para el desarrollo de la contracultura), y luego a San Francisco. Hay varios capítulos dedicados a la difícil convivencia entre Janis y los miembros de Big Brother (y pensar que, al final de todo, esos momentos fueron los más felices y más productivos de la vida de Janis…). Hay varios capítulos en los que se analiza la liberada sexualidad de Janis. Ella no fue una feminista (incluso hizo comentarios bastante despectivos en contra de este movimiento), pero sin proponérselo, ayudó a la consolidación del feminismo.

Janis se sabía fea y se sentía fea, pero contrariamente a muchas estrellas, asumió su fealdad y la impuso a los demás. No se maquillaba, no se arreglaba, nunca quiso aparentar belleza, obligó a todos a que la acepten tal como era. Otro detalle de su carácter es que ella, a los 25 años, hizo algo que casi ninguna chica haría en el año 68: eligió su carrera antes que su proyecto (también largamente acariciado) de casarse y formar una familia. Janis supo que tenía un talento y lo potenció al máximo.

El problema es que, en contraparte, era terriblemente insegura y vivió siempre necesitada de afecto. Con un vacío muy hondo que quiso llenar con ingentes cantidades de Southern Comfort y heroína. Alice Echols declara, de entrada, que es admiradora de Janis, pero no cae en la tentación de prodigar ditirambos a diestra y siniestra. Su mirada de Janis no deja de ser objetiva. La última noche de Janis, aquel sábado 3 de octubre de 1970, es descrita también con minuciosidad. Y aquí la autora trae a colación un viejo dicho del padre de Janis: “La gran mentira del sábado por la noche”, un concepto que choca profundamente en el alma, en ese preciso instante.

Un libro muy recomendable, independientemente de qué tanto te pueda gustar Janis.

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