Agitando las melenas con Dio: The Last in Line (1984)

La música de Dio es un grito desaforado en la batalla. Sus melodías y su lírica pretenden transmitir el carácter heroico de la existencia

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Cuando hablamos del álbum “The Last in Line” de Dio (Vertigo, 1984) es inevitable mencionar el disco debut, “Holy Diver”, de 1983, porque son como dos caras de una misma moneda. En realidad, los cuatro primeros álbumes de Dio son clásicos inolvidables del heavy metal, pero los fanáticos suelen discutir si el primero o el segundo se lleva todas las palmas.

Al echar una mirada en retrospectiva de la dilatada carrera del cantante, podemos afirmar que con Elf, en los 70’s, dio sus primeros pasos, con Rainbow la cosa cuajó de maravilla, aunque quizá la presencia de Ritchie Blackmore era algo difícil de soportar, con Black Sabbath (salvo “Heaven and Hell”) nunca se le vio muy cómodo, pero con su propia banda, Dio alcanza el cénit de su creatividad.

La música de Dio es un grito desaforado en la batalla. Sus melodías y su lírica pretenden transmitir el carácter heroico de la existencia (We may never never never come home/ But the magic that we’ll feel/ Is worth a lifetime…). Convencionalmente, se acepta que la banda no puede incluirse dentro de los grupos de power metal, pero creo que el género le debe mucho a Dio y compañía. Helloween, primero, y Manowar, después, no podrían ser sin el arte primigenio de Ronnie James.

A partir de “Holy Diver” podemos ver a un Dio suelto, satisfecho, con plena libertad para crear sus álbumes bajo su propia supervisión. Los motivos extramusicales que se añaden en estas producciones son curiosos y han alimentado el rumor de los fanáticos con profusión. Son ideas y obsesiones en las que Dio, voraz lector de antiguas mitologías, siempre buscó inspiración. Veamos el caso de Murray, por ejemplo, aquel tétrico demonio que arroja a un sacerdote al mar o que contempla, malévolo, el sueño de una niña. Existe toda una falsa mitología detrás de este personaje, leyendas y proyecciones fantásticas que no dejan de ser muy interesantes. La famosa mano cornuta que Murray muestra y que Dio replicó en cada concierto se ha convertido también en un ícono de la cultura metal. En alguna entrevista, Dio explicó que ese gesto se lo enseñó su abuela para alejar a los malos espíritus. El famoso “contra” que solíamos hacer en nuestros juegos infantiles.

Como se ve, la parafernalia que acompaña el artwork de los discos y la puesta en escena de los conciertos, no sólo no es demoníaca (como algunos todavía se empeñan en repetir) sino, strictu sensu, todo lo contrario, benigna. Si algún tipo de demonismo podemos atribuirle a la banda será del tipo que cabe atribuirle a Iron Maiden: pura fantasía y ardor juveniles. En el fondo, Dio, como Bruce Dickinson, es un caballero de vieja estirpe que lucha por nobles ideales espirituales. El personaje de la puesta en escena, con la camisa de bardo medieval, de cuello abierto y encaje, coincide con quien fue, lejos de los reflectores, la persona. En el prólogo de su autobiografía, “Rainbow in the Dark”, publicada hace dos años, Wendy Dio recuerda a su esposo como un hombre de gran pujanza que nunca se amilanó ante las adversidades, que dejó como lección, a quienes lo conocieron, la virtud de terminar un trabajo empezado y no dejar de ninguna manera que el desánimo nos haga flaquear. Yo creo que esa actitud se puede percibir en su música: la voz de Dio y los potentes riffs de Vivian Campbell nos empujan a la acción, a la determinación: nos dejan paladear, aunque sea por breves instantes, las mieles de lo que los griegos llamaban Εὐφροσύνη, la satisfacción después de la victoria en la batalla.

Haber escuchado “Holy Diver” y “The Last in Line” en los ochenta fue para mí (y para cualquier adolescente) un acontecimiento capital. Con un viejo amigo de aquellas épocas aún nos reunimos de vez en vez y cuando giramos estos discos nos decimos, como una contraseña particular, sólo entre nos, a media sonrisa: “vamos a llorar un poco”. Hace un tiempo, Jorge Gonzáles dijo que el “heavy metal es música para cabros chicos”, dictamen que algunos que conozco refutaron airados, pero con el que estoy completamente de acuerdo. Al menos para mí, el heavy metal condensa todos esos sueños y toda esa rebeldía que nuestra ilusión juvenil abrigó. Representa los primeros pasos que dimos, aquella primera vez que un disco nos fascinó y nos hizo despertar a la música, nos hizo darnos cuenta de que había algo más que aquellos viejos discos de 45 rpm que nuestros padres bailaban en las fiestas. Esos momentos mágicos pertenecen a una época pretérita y desde allí, sólo desde allí, irradian su luz. Música para cabros chicos, ni más ni menos. Creer hoy en ese demonismo de oropel y pretender que los guturales gritos de los cantantes encarnan alguna forma de salvajismo real es pecar de ingenuos. Pero está bien, podemos ser ingenuos por un momento, elevar la mano cornuta y agitar la melena (ahora menos espesa) al son de “We Rock”. Nos lo hemos ganado.

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